viernes, 6 de abril de 2007

VIERNES SANTO

Un vía crucis hacia el Palo de la Vida
Cuando me enteré de la procesión en el barrio La Candelaria sentí algo que me impulsó a ir a presenciarla. Era jueves santo y pensé madrugar al día siguiente para asistir a la procesión. El viernes me levanté a las 5:30 de la mañana. Así podía alistar algo para comer por el camino, además de desayunar y bañarme. Era la primera vez que asistía a dicho vía crucis, por lo que tuve algunos problemas para llegar a la iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria a las 8 de la mañana en punto. Ya ubicada frente a la parroquia, divisé una agrupación de personas, muchos de ellos jóvenes y pertenecientes a la parroquia; los demás eran habitantes del barrio. Miré alrededor y pude observar a un grupo de treinta o cuarenta hombres entre los 30 y 50 años de edad. Estaban de pie custodiando una cruz que estaba en el suelo. La cruz estaba hecha con un madero grueso, de unos 15 centímetros de diámetro, el palo más largo debía medir por lo menos 7 metros y el más corto unos 3 metros.

Yo estaba sentada tomándome un agua aromática, esperando que comenzara todo. Al cabo de una hora el número de personas que aguardaban el inicio de la procesión fue aumentando. Se veían caras nuevas por doquier. La iglesia tenía enfrente una pequeña plazoleta con unos cuatro o cinco escalones al extremo derecho. En ella estaban todos los asistentes, ya fueran feligreses, habitantes del barrio o curiosos.

Cuando dieron las nueve de la mañana en mi reloj, el padre de la parroquia se subió a una camioneta a dar una serie de indicaciones, al tiempo que las personas comenzaron a aglomerarse en la calle. Al ver que la multitud se disponía a caminar yo me levanté y comencé a seguirle el paso a las demás personas, recorriendo la totalidad del vía crucis por Ciudad Bolívar.

Delante de la camioneta iban los personajes de la representación: los soldados romanos eran tres jóvenes que vestían con unas batas blancas y en el pecho una especie de armadura dorada; mientras que Jesús era representado por un hombre de unos 34 años, vestía una bata morada, tenía el cabello hasta los hombros, barba espesa –natural- y una estatura de 1,70; además, debía cargar una cruz hecha con dos palos delgados, el más largo de éstos de 2 metros y el más corto de un metro. Los jóvenes que hacían parte de ésta representación no usaban maquillaje en su rostro o su cuerpo, pero sí empleaban un líquido para simular la sangre que le brotaba a Jesús.

Después de la representación iba la cruz grande. Este tenía una especie de cerco con una cuerda gruesa que era llevada por colaboradores de la iglesia. Momentos antes de levantar la cruz lo hombres se colocaron trapos en el hombre con el que iban a cargarla, para que no se lastimaran mucho y pudieran resistáis toda la procesión. Debemos tener en cuenta que esto hombres no dejan de cargar la cruz, a menos que un amigo muy allegado les pida cedido el puesto por unos minutos. En el instante en que la levantaron, todos debían hacer el esfuerzo al tiempo. La lucha y resistencia se hizo evidente en el rostro de los hombres. En ese momento sentí como si el peso de la cruz estuviera bajo mis hombros, concebí mentalmente, por un instante, el dolor de aquellos hombres, el esfuerzo, la dedicación y el ahínco con el que llevan en alto y con orgullo aquella cruz.

En la punta de la procesión iba la representación, seguidos por la cruz grande y la camioneta y por último los feligreses. Los andenes también eran espacios utilizados por la procesión, en especial los feligreses. Las calles de este primer barrio estaban limpias dentro de lo posible, por las personas que lo habitaban estaban bien vestidas, y había una fuerte sensación de seguridad durante el recorrido, debido a la presencia de la Policía y la Defensa Civil en la zona.

Las calles, por dónde se realizaba el recorrido de la procesión, variaron de acuerdo al barrio en el que nos desplazábamos. Al comienzo eran muy amplias, más adelante comenzaron a hacerse estrechas y, en el último tramo, se hicieron verdaderamente angostas, hasta la llegada al Alto, donde el paisaje no era otra cosa que una montaña con erosionada y descuidada. Las calles se iban haciendo cada vez más estrechas, lúgubres, solas y empinadas. Y dichas pendientes se hacían cada vez más difíciles de escalar, a causa del constante movimiento de personas que querían llegar al Alto.

Centenares de mujeres, hombres y niños de todas las edades, caminaban con ánimo y dedicación, en ocasiones unos empujando a otros para poder llegar un poco más rápido a la cima. Algunas personas salían a la fachada de sus casas, observaban la procesión; unos con caras burlonas, otros respetando y apoyando el gesto, y otros con indiferencia.

El calor era sofocante y la multitud no paraba de crecer a medida que avanzábamos. Por la cantidad de personas, el espacio se hacia más reducido y la angustia de quedar de últimas se empezó a hacer evidente, ya que yo no conocía el lugar y no sabía que peligros podía correr. Yo casi siempre estaba al lado de la camioneta de sonido, pero en un momento me sentí tan cansada y asfixiada que tuve que comprar un yogurt y tomar un descanso a un lado de la calle. En ese lugar había una banca de concreto desde la cual seguí mirando la gente que pasaba frente a mí. Creía que nunca iba a terminar de pasar aquella multitud. Luego de unos diez minutos recobré las fuerzas y me dirigí hacía la aglomeración. A partir de ese momento decidí irme por un costado para sentirme menos ahogada y moverme con más facilidad.

Durante el recorrido me llamó la atención que una parte de la procesión se iba por una especie de atajo y aparecían más adelante. Luego de dos horas de caminata decidí seguirlos entre las calles para ver si llegaba un poco más rápido al nombrado Palo de la Vida.

En el momento en que tomé el atajo me di cuenta que las calles eran más empinadas que las anteriores y que algunas eran bastante sucias y descuidadas. Ya no podía hacer otra cosa que seguir a las personas que iban la cabeza. Ellas sabían que calles tomar para llegar pronto. Además de vez en cuando miraba hacia mi izquierda y allá divisaba la procesión. Seguí caminando por el lapso de una hora en la que hice otras dos estaciones para tomar agua y comer sándwich. Las casas que estaban ubicadas cerca del Alto se veían cada vez más humildes y deterioradas. Hacia el final del recorrido se hacía evidente el suplicio por llegar pronto a la cima, ya el cansancio y el agotamiento físico empujaban a invocar cierta fe oculta. Las personas deseaban llegar al Alto ala hora que fuera, pero llegar.

Finalmente, luego de tres horas de recorrido por Ciudad Bolívar, llegué al Alto: es una pequeña montaña bastante erosionada y descuidada; en la parte más alta hay un árbol que se puede ver a lo lejos desde los diversos barrios aledaños, y junto al árbol hay un hoyo en la tierra en el que más tarde pondrían la cruz que varios hombres traían desde la iglesia de La Candelaria. El árbol, el hoyo y una carpa estaban fuertemente cercados y custodiados. Esa barrera de metal tenía una única entrada, por la que esporádicamente dejaban pasar a los feligreses para poner sus pequeñas cruces, hechas de madera y palo, muy cerca del árbol llamado Palo de la Vida. Cuando ya estuvimos allí, un poco de felicidad brotó en nuestro labios –de los asistentes, al fin estábamos en el Alto. El recorrido es como la manera de pagar una penitencia para recibir un favor, o para remediar algo que se ha hecho con anterioridad. Además, el esfuerzo físico, más el exceso y la brisa, hacen pensar que el cuerpo está más liviano en ese momento, como si nos hubiéramos quitado un peso de encima.

Sentada en el suelo cerca de la cima, pude observar que aquel Alto era constantemente visitado por los feligreses y habitantes de Ciudad Bolívar. El movimiento de peregrinos era impresionante; estaban subiendo y bajando en cada instante. Familias enteras iban a poner su cruz junto al árbol. Parejas de novios, grupos de amigos, vecinos, ancianos y demás personas, se dirigían al Alto desde tempranas horas de la mañana. Al cabo de una hora de espera, se divisó la procesión por la falda del Alto. Los treinta o cuarenta hombres que cargaban la cruz se acercaban lentamente a la cima, en donde acomodaron la cruz en el hoyo, junto al árbol custodiado. Delante de la cruz venían los personajes de la representación, y aquel hombre que padeció el vía crucis como Jesucristo, fue amarrado a la cruz para simbolizar la crucifixión del hijo de Dios. Luego de unos minutos el hombre fue bajado de la cruz –ya que solo era un acto simbólico-.

Estando los párrocos en la cima de la montaña y debajo de una pequeña carpa que había sido armada con anterioridad, se dio inicio al sermón de las siete palabras. Las personas que permanecían sentadas en la cima de la montaña se pusieron de pie para recibir con agrado el sermón.

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